
Aunque el título no lo ostentó como tal, fue durante el
reinado de mayor de los reyes carolingios que los dos componentes más
destacados de este caldo criollo estuvieron regidos bajo los designios de un
mismo monarca. Tras su muerte el imperio se desintegró y el carácter de eso que
sería su sustrato nacional rápidamente se manifestó, pues el reino de los
francos adoptó un sistema monárquico unipersonal y dinástico, el cual con el
paso del tiempo se fue acendrando (hasta que acabaron cortándole la cabeza a su
último rey), mientras que los germanos establecieron dentro de dicho sacro
imperio un sistema de reinos confederados en el que el supremo gobernante era
electo por una dieta, con lo cual las dinastías imperiales, aunque las hubo,
eventualmente terminaron siendo rotativas. Una división así de profunda terminó
cobrando un alto precio y, en gran medida, si a la postre no hubiera resultado
quimérica la idea de un único reino centroeuropeo, la mitad de la sangre
derramada en conflictos armados en ese continente se hubiera evitado.
Por todo ello hablar de un enfrentamiento entre Francia y
Alemania, así sea netamente deportivo, trae a la mente episodios que van desde
las guerras napoleónicas y la franco-prusiana, hasta las dos conflagraciones
mundiales del siglo XX. Sin embargo esta vez el enemigo bélico aunque haya
tomado una identidad de terrorista islámico, lo cierto es que habita en sus
propias entrañas, como se constató el 13 de noviembre pasado, el aciago día en que jugando un partido amistoso,
Francia le propinó la misma dosis (2 a 0) a Alemania en el estadio de Saint Denis. Ayer
el escenario se trasladó a Marsella, cuna del himno nacional, y la escuadra
gala, aplicando el sistema del catenaccio, maniató los embates teutones, se
mantuvo paciente en su estrategia de combate y lucró con sus errores. En este
sentido Alemania tendrá que analizar bien el desempeño de Boateng (con una mano
clara dentro de su área y lesiones inoportunas), Schweinteiger (con otra mano
en el área propia y un penalti fallado) y Mesut Özil (con un historial de dos penales
fallados en este torneo), quienes no sólo en este partido, sino en los
anteriores, más que haber tenido un desempeño errático se vieron faltos de actitud
en momentos clave, algo que dentro del espíritu deportivo alemán resulta ser,
por decir lo menos, inusitado y que además se unió en esta ocasión una mala
salida de Neuer, a quien sin embargo no me atrevo a achacarle responsabilidad
de la derrota por haber sido de modo decisivo gracias a él que llegaron a esta
instancia.
Apostilla: Del
lado francés el mérito radica en la aplicación de un esquema ultradefensivo que
compromete su bien ganado prestigio de un fútbol elegante, incluso algo
manierista, que le vimos durante los mundiales de 1982 (en cuya semifinal
presenciamos el segundo partido del siglo) y 1986, una Francia que no debió
caer, pero lo hizo, frente al coraje y la efectividad alemanas. Sin embargo a
la hora de hacer el balance quizás podría argumentarse que el fin justifica los
medios (o es medianamente justificable, en razón de los 58 años de dominio germano
sobre ellos en partidos oficiales): su juego nada vistoso redundó a cambio en
una cartesiana diría yo, concentración
en el objetivo a conseguir, lucrando con las pifias del contrincante y
haciendo a cuentagotas florituras como la de Pogba ante Mustafi (sustituto de Boateng quien
tras su lesión dejó sin centrales titulares a la defensa alemana), pero cuya
jugada ya venía precedida por un error en la salida que, ya se sabe, es la
situación más vulnerable en la que puede colocarse un equipo. Y como trasfondo
del resultado no puede uno menos que aclamar por la memoria de Raymond Kopa,
Just Fontaine, Jean Tigana, Alan Giresse, Eric Cantona, Zidane y compañía para
denunciar la pérdida de identidad de los franceses quienes montaron una
auténtica mascarada, casi una molieresca comedia bufa que desconcertó
totalmente a sus rivales pues, como afirmaba, jugaron como si fueran italianos
(en una competencia en la que, ya habíamos visto, apareció una squadra azzurra más ofensiva de lo
esperado), y además todo este travestismo futbolístico lo coronaron cuando luego
de la conclusión del encuentro se plagiaron el festejo islandés con su tribuna.
Los bleus están acostumbrados a ganar
en territorio propio (fue como locales que ganaron la Eurocopa en 1984 y el
mundial de 1998), pero jugando a un estilo propio. Ante tal panorama uno no
puede sino preguntarse de qué saldrán camuflajeados en la final (y en caso de
ganarla, ¿la corona misma reconocerá a quienes merecidamente la obtuvieron en
1984 y en el 2000?) porque lo de ayer fue un robo, pero de identidades.
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