viernes, 22 de abril de 2011

La flecha del tiempo


El tiempo es un tren que al irse parece que no va a volver. Eso es una incógnita, pero ciertos giros de un ave en el cielo o de una gota que cae tras de otra parecen a su vez anunciar otra cosa. Hoy hace quince años partió a la tierra del encanto el bardo de la región de La Frontera, y el testamento que legó sirve como marco para pensar que no todos los trenes que se van están impedidos de volver.

¿De verdad el tiempo es irrepetible? En términos objetivos y pragmáticos la respuesta sería sí. Un dicho popular afirma categórico: “Dios sí perdona, el tiempo no”. En caso de asumir ésta como respuesta definitiva no tendría caso continuar la lectura de estas páginas. Sin embargo la percepción del paso del tiempo en estratos que trascienden el mundo físico relativizan las aseveraciones sobre la irreversibilidad del tiempo. Cada uno en su respectiva área, tanto Friedrich Nietzsche como Mircea Eliade, y mucho antes que ellos Agustín de Hipona que lo analizó como un acontecimiento psicológico, por dar sólo algunos ejemplos, han dejado en claro que en las esferas mental, espiritual y ritual hay un punto en que se retorna al principio de los tiempos y lo acontecido alguna vez, así sea a través de una representación simbólica, vuelve a producirse. El problema de fondo con el pasado, en términos ideológicos, proviene de su carácter inexorable, pero al mismo tiempo no es imposible que, al menos en parte, en una buena parte que como se verá tiene la propiedad de ser significativa, el pasado sea recuperable. Uno de los aspectos centrales de la presente investigación se sustenta en el propósito de clarificar en qué consiste esta buena parte del pasado susceptible de ser recobrada a partir del discurso poético de Jorge Teillier.
            Jorge Teillier en su manifiesto “Los poetas de los lares” lo plantea sin cortapisas: “para mí la poesía es la lucha contra nuestro enemigo el tiempo” [Teillier, 1999: 62]. No obstante ya desde este punto es menester precisar un deslinde en la manera de inteligir la problemática temporal dentro de su obra. Más allá de situar al hombre como un ser que asimila sin necesidad de apoyaturas religiosas su destino (Nietzsche) y de un sentido mítico del tiempo (Eliade), en este caso procedente de los pueblos indígenas de la región de La Frontera con los que el poeta tuvo contacto, el instrumento principal para resistir y hacerle frente al paso irrefrenable de los días y los años es la memoria como recurso poético. Los efectos del tiempo, en términos vitales son una irreversible experiencia física y natural. Sin embargo a través de la memoria poética este proceso se rompe, se altera, se alternativiza, se vuelve repetible e incluso se le puede hacer que fluya de forma inversa.
            La escritura poética sublima el eminente propósito lingüístico de hablar de lo que está ausente: la palabra es la fuente en que se contempla Narciso, justo después de que éste se ha ido, dejando la huella indeleble de su imagen sobre la superficie del agua:
Lo real ausente es susceptible de una RE-presentación, incluso de una RE-creación [...], tan vívida, pero sobre todo tan VISUAL, como la impresión que originalmente haya dejado en el “ánimo” el objeto ahora ausente [...]. Queda en esto implícita la fe en el poder de las palabras para reproducir al objeto ausente. La palabra como imagen, como visión, como espejo de las cosas, aparece en todas las definiciones de los diversos tipos de descripción, discurso definitorio que con frecuencia entra en relación metafórica con el de la pintura [Pimentel, 1987: 44].

Describir equivale a retratar y no hay que olvidar que en su origen el retrato se empleaba para presentar la imagen de alguien en un lugar donde no estaba presente. Después, como en el caso de los acuerdos matrimoniales llevados a cabo entre las casas gobernantes de Europa, tales retratos exageraron los atributos de la persona a quien reproducían y en esa proporción construían una imagen no de lo que era, sino de lo que se deseaba fuera el rostro del personaje en cuestión. Llevado esto al ámbito literario, es factible asegurar que toda obra, en función a las referencias que establece con el mundo que nos rodea, pertenece a una de estas dos categorías: a) la de las obras destinadas a hablar de lo que ya no es ni existe, y b) la de las obras cuya intención es hablar de lo que pudo haber sido.[1] No obstante, debido a que ninguna de estas dos categorías se presenta en un estado de pureza, compete al especialista en cada caso determinar la proporción de pertenencia a cualquiera de ellas.
La escritura poética de Teillier efectúa una mezcla de ambas vertientes al hablar de algo que ya no existe como quisiera que hubiera sido, sin poder separar una cosa de la otra. Justamente como él mismo lo dice en “Sobre el mundo donde verdaderamente habito o la experiencia poética”: “Nostalgia sí, pero del futuro, de lo que no nos ha pasado pero debiera pasarnos” [Teillier, 1999: 63]. La enfática sentencia del poeta expresa la volición de un acto ubicado, como propio de toda utopía, en un tiempo futuro. De esta forma, la revisión de la problemática temporal en Teillier pasa necesariamente, primero, por una actitud de negación ante un estado de cosas insatisfactorio, y después, por una actitud de resistencia[2] que el poeta plantea abiertamente en sus manifiestos: si bien el simple acto de escribir implica una resistencia al paso del tiempo (en tanto que literatura significa “letra que perdura”), la escritura poética de Teillier toma dicho acto de resistencia como tema literario, y para tal fin la memoria es empleada como instrumento de lucha.
Memoria es registro antes que invención pura, por lo que realiza un proceso de representación que configura un universo pleno de referencias. Ligado esto a la obra de Teillier puede que no se produzca una correspondencia total y fehaciente del mundo poético con el que tuvo la oportunidad de conocer, sin embargo nunca deja de hacer referencia a él:
En el pueblo
donde algunos me conocen
como el poeta cuyo nombre suele aparecer en los diarios,
paseo por la Calle Comercio
que ahora se llama Avenida Bernardo O’Higgins
(Como en Santiago).
He comulgado con la tierra.
Voy a la Sidrería.
Allí están los parroquianos de siempre
y me saludan mis viejos compañeros de curso
que sueñan con ser alcaldes o regidores o comprarse una citroneta.
Ha cerrado el cine.
Aún quedan afiches que anuncian películas de sepia.
A lo largo de los cercos
las ortigas siguen hablando con su indestructible lenguaje.
En el techo de mi casa se reúne el congreso de los gorriones
(“Notas sobre el último viaje del autor a su pueblo natal.1” [Teillier, (1978) 2003: 81; 2007: 119-120]).


Dentro del discurso literario inevitablemente, más que una auténtica función prosopográfica, lo que el lenguaje termina retratando es, de acuerdo al pasaje citado de Luz Aurora Pimentel, “la impresión que originalmente haya dejado en el ‘ánimo’ el objeto ahora ausente”: no se hace tanto la descripción de un objeto sino de las impresiones sensoriales e intelectuales que una persona o un objeto producen. En el fragmento arriba citado, las descripciones trazan dos líneas que se contraponen: frente a lo que es o está presente en un tiempo actual, se perfila la imagen de lo que era desde antes y aunque ahora la calle del pueblo natal se llame (como el libertador) Bernardo O’Higgins, para el hablante lírico sigue siendo la calle Comercio. Sus compañeros de estudio siguen yendo a la misma sidrería y, aunque se infiere el fracaso de que jamás lo lograron, siguen soñando “con ser alcaldes o regidores o comprarse una citroneta”. El cine ya no funciona, pero puede repeler los efectos del olvido porque aún se ven los anuncios de películas en color sepia, esto es, de otra época. Sólo las ortigas y los gorriones, heraldos de un mundo ligado a los ciclos propios de la naturaleza, permanecen merced a su “lenguaje indestructible” en una secuencia de continuidad, al parecer inalterable.
            Cada uno de los elementos mencionados en el poema figuran como ejemplo de esa actitud de resistencia de la memoria (un pacto sellado por medio de la “comunión” con la tierra) para salvaguardarlos de los estragos del tiempo, todo ello a cambio de obviar una fidelidad a los hechos en razón de que
el autor literario puede desdoblar las hazañas del héroe en el terreno ideal. Al lado del historiador quien [...] debe describir las cosas “no como debieran haber sido, sino como fueron, sin añadir ni quitar nada a la verdad”, aparece el poeta que “puede decir las cosas no como fueron, sino como debieran haber sido”. […] Como dice muy acertadamente Edward Said, auctoritas desde entonces implica “la producción, la invención, la causa, y significa también derecho de posesión” [Franco, 1981: 112].

Bajo esta luz, las consecuencias de que dentro de la episteme aristotélica la poesía sea más filosófica que la historia, esto es, que diga “las cosas no como fueron, sino como debieran haber sido”, son de dos tipos. Por un lado se encuentra la imposibilidad de ser absolutamente fidedigno en la descripción y la reconstrucción de un hecho acontecido en la realidad cuando se reconstruye a través de la expresión literaria; y por el otro lado, es precisamente esta alteración lo que permite el “derecho de posesión”, el apropiamiento de una trama por parte de determinado escritor. En la proporción en que la memoria es infiel al mismo tiempo es susceptible de ser creativa. Visto a través del tamiz de la escritura memorística representación[3] no es igual que reproducción y justamente en esos elementos que modifican la versión original o primigenia radica la huella de la autoría. Sin embargo para Teillier, frente a un mundo que se va desintegrando, más que plasmar una huella de autoría el ejercicio del recurso de la memoria consiste en dejar como rastro una reconstrucción del mismo, y así decir que ese universo en que se fundamenta su sentido de pertenencia, "non omnis moriar". 



[1] Una tercera categoría comprende aquellas obras que se refieren a un mundo futuro y hablan de lo que éste podría ser, cuestión de probabilidad que al volverse efectiva y diferir en una importante proporción de esa realidad ficcionalizada (caso de 1984 de George Orwell o de 2001, odisea del espacio de Arthur C. Clark) terminan ajustándose a la categoría de lo que pudo haber sido.
[2] Actitud que concuerda muy bien con quien ostenta el nombramiento de ser hijo pródigo de Lautaro, si se recuerda que el nombre de esta población recuerda a uno de los caciques mapuches que opusieron fiera y eficaz resistencia a la ocupación de los españoles, al grado de ser consagrado como parte de los personajes centrales del poema épico de Alonso de Ercilla, La Araucana. Más allá del mito que en esta región ha implantado la obra de Teillier, las características del entorno parecen confirmar la actitud de su yo poético, como lo señala Federico Schopf: “Las casas son una alegoría de este mundo [La Frontera]. La madera es material en que el tiempo inscribe pronto sus huellas: acelera la antigüedad —no sólo la ruina—, si así puede decirse. Las casas de madera, los cercos del campo, las tapias y las trancas, ruedas de carreta, el molino, pintados o en abandono, los árboles y las arboledas, llegan a ser, paradójicamente, signos de precariedad que resiste” [Díaz, 2005: 13].
[3] Alberto Constante se pregunta: “¿Acaso no puedo por la conciencia, estar en un tiempo distinto del tiempo en el que estoy, siempre dueño y capaz de lo otro? Sí, es verdad, pero ésa es también nuestra desgracia. Por la conciencia escapamos de lo que está presente, pero nos entregamos a la representación. Por la representación restauramos, en nuestra propia intimidad, la violencia ‘del estar frente a’; estamos frente a nosotros” [Constante, 2003: 91].