Curiosamente el término "apologize" tiene otro sentido en inglés, pero yo me supedito al que corresponde al castellano para decir que el cenit de esta década fue en 1969, en seis
meses que van del 8 de febrero al 8 de agosto de ese año, y lo que hace Tarantino
es mostrar, como si de un recorte del periódico se tratara, un trozo visto
desde el ojo del glamur en que incluso la vida frívola de Beverly Hills tenía
un sentido estético. En un panorama de conjunto, su cinematografía pues podrá
tener altas y bajas pero nunca me decepciona. Once upon a time un Hollywood es
lo que promete y un poco más: un sueño de California, que es también un sueño
de opio, un sueño ácido, en suma un sueño de una noche de verano en que el jugo
que Puck vierte en los ojos es el mismo que en la pantalla nos lleva a darle
crédito a lo que vemos. Y en esta ocasión, casi a modo de testamento Tarantino
realiza lo que habían sido guiños en sus otras filmaciones, una obra metacinematográfica
en la que Brad Pitt actúa de Brad Pitt (especialmente evocando a El club de la
pelea en algunos pasajes de ídem), Al Pacino de representante y productor como
aquellos con quienes convive, Kurt Russell de agente de dobles, mientras que Leonardo
Di Caprio exhibe varios registros en uno de los cuales interpreta a sí mismo y
en el que Margot Robbie actúa de Margot Robbie, de Sharon Tate y del mismo
Tarantino, quien como lo hace la actriz al observar su propia actuación, seguramente
disfruta de ver sus películas con los pies descalzos subido en el respaldo del
asiento de enfrente.
El cine es quizás el arte más completo
de nuestro tiempo porque reúne varias artes como sucede aquí con un guion en
que el director vuelve a poner sobre la mesa sus neurosis obsesivas, asediando asiduos
referentes (el western, las rebobinaciones en pedazos de la historia, los gags
cómicos), y con las respectivas interpretaciones pulcras, aunadas a un discurso
musical de tremenda fuerza (nada que ver con los pedestres productos musicales
de la actualidad) como telón de fondo para una recreación al estilo “y qué pasaría
si..." que en la didáctica de la literatura ha planteado Gianni Rodari desde
hace varios años. Las obras de arte no son un registro histórico y si bien hay
una recreación de la década de los sueños, casi una edad de oro que busca
recuperar el sentido de hermandad que propusiera Friedrich Schiller en su "Oda a la
alegría", al tergiversar los hechos Tarantino nos ofrece una
realidad alterna, una en la que al final de cuentas los actores de carne y
hueso, de quienes existe un pleno registro de que existieron, terminan convirtiéndose,
como Jake Cahill y Cliff Both, en personajes de ficción. Quizás la única
objeción es que ese espíritu de igualdad y armonía, casi filantrópico queda
asentado en la casta privilegiada, mientras que sus representantes originales son
una caterva de enajenados asesinos y en esta parte el resultado es tanto autocomplaciente.
Las cosas no parecen lo que son.
Más saben pues, los outsiders por vivales
que por sabios: a pesar de ser una película de época los planos temporales se sobreponen,
la contracultura es la otra cultura y en el fondo todo es un western, una Kill Bill
o un Django en que un mundo se replica: los hippies son una comuna que se aprovechan
de un viejo ciego contador de historias fílmicas (Homero decadente y
secuestrado que no se da cuenta que lo está). Todo mundo necesita su doble dice
en uno de los diálogos: los actores rivalizan trayectorias como si de un duelo
se tratara, Rick Dalton es Cliff, la hermandad de los hippies se corresponde a
la logia de los actores del círculo de Tate y Polanski, Jim Morrison y The Doors pueden ser escuchados a la par que Paul & The Reveres y California es parte
del territorio estadounidense a la vez que mantiene y actualiza su sello
mexicano.
Tarantino nos cambia la fórmula aristotélica de contar lo que pudo
haber ocurrido por algo que sería lo que debió haber ocurrido: por eso quizás esta
entrega fílmica ostenta como título la forma con que comienzan los cuentos de hadas
pues Hollywood se rescata a sí mismo. 8 de febrero de 1969, el mundo está a
punto de venírsele abajo a Cahill ya que su carrera va en franco declive y el
destino de Sharon Tate parecer haberse sellado cuando Charlie Manson comienza a
rondar su casa. El giro del tiempo sufre una vuelta de tuerca seis meses
después y Cahill logra salir ileso de un ataque a su casa, amigándose con Tate
quien seguirá su vida y su trayectoria y hasta el mismo Polanski pudiera ser
que a estas alturas ni siquiera estuviera perseguido por la justicia gringa,
todo quizás debido al cambio de acetato puesto en el tocadiscos esa noche. Es curioso, pero de aquel trágico episodio (literalmente re-creado),
Polanski y Manson son los únicos sobrevivientes 50 años después y es viable
pensar que si Tarantino hiciera un segundo volumen de esta historia bien podría
titularlo “El bebé de Sharon Tate”, protagonizado por los dobles de Polanski y
Manson, porque la moraleja se sostiene y todo mundo (el mundo mismo) necesita
un doble: yo, por ejemplo, sigo buscando al mío. De esas cosas cuyo acaecer puede desencadenarse (como pude constatarlo al ir a la hemeroteca a revisar las
noticias de aquel día del último año de la década de los sesentas) a partir de
una noche de temperatura infernal en que mi madre tuvo a bien parirme.