miércoles, 1 de abril de 2009

Revista de la UNAM...



Lo que continuación me atrevo a comentar puede ser objeto de polémica, y no faltará quien haga la observación de que estoy hablando por la boca de la herida. Sin embargo confío en que todo aquel que se tome la molestia de leer estas líneas sabrá discernir los elementos de juicio que someto a su consideración.

Desde hace unos años se ha generalizado una tendencia en el área de Difusión Cultural de la UNAM en el sentido de hacer rentable el patrimonio que en esta área administra nuestra casa de estudios. Para decirlo en dos palabras: la eficiencia administrativa pasa a través de la necesidad de que cada dependencia universitaria genere recursos por su cuenta. No quisiera parecer tremendista pero todo ello apunta al hecho de presuponer que en algún momento se reducirá y, hasta es posible, se anule todo subsidio por parte del gobierno federal, derivando así en una situación en la que cada quien se rasque con sus propias uñas. Tal pareciera que no basta con cumplir la función que le ha sido encomendada a la UNAM, esto es, la generación del conocimiento a un nivel de excelencia, la cual se puede constatar a través de los estándares internacionales en los que su desempeño es frecuentemente reconocido. No: además la cultura y la ciencia deben ser productos vendibles.

Bajo esa divisa, lo sucedido con el recientemente inaugurado Museo de Arte Contemporáneo o los bandazos que han dado ciertas publicaciones que edita la UNAM son muestras elocuentes en tal sentido. Así, los ajustes presupuestales obligaron por una parte a cerrar la versión impresa del Periódico de Poesía, para remitir esta publicación al soporte digital, y por el otro lado se confinó el prestigio de la Revista de la Universidad a desempeñar el papel de aparador para las plumas del star system mexicano a expensas de prever, con ello, que la publicación debería sostenerse de sus ventas. Ignoro en qué proporción esta apuesta ha sido favorable o no, pero lo que sí es claro es que ha desvirtuado el propósito de vocero del quehacer cultural universitario que le dio origen.

Desde luego puedo dar referencias del punto de quiebre a este respecto: durante la dirección de Alberto Dallal la revista conectaba muy bien la posibilidad de hacer desfilar tanto la parte creativa como la reflexiva de escritores como Francisco Hernández, Daniel Sada o David Huerta, al lado de los especialistas, maestros e investigadores universitarios que encontraban en sus páginas una salida pública, más allá del aula y del cubículo. El balance de los dos ámbitos era el deseable y si en algún momento se pudo pensar en darle preferencia a alguno, en concordancia con el precepto de ampliar el horizonte del conocimiento, resulta lógico suponer que el claustro universitario debería llevar la preeminencia. Sin embargo, cuando vino el relevo directivo fue precisamente este sector el que acabó siendo proscrito, cerrando la posibilidad de ser un foro de difusión y discusión hacia la sociedad, no sólo en el área de la humanidades, sino también en el quehacer científico profesional académico.

Los únicos académicos que lograron mantener su lugar en la revista fueron quienes reportaban una garantía de venta por su encumbrada trayectoria, tales como Miguel León Portilla, Julieta Fierro o Antonio Alatorre. Los nuevos cuadros de profesores e investigadores, que en su momento ya habían hecho su aparición durante la referida anterior época, quedaron confinados a las respectivas publicaciones generadas en la dependencia a la que se encuentran adscritos y en su lugar los Carlos Fuentes, los Jorge Volpi, los Elena Poniatowska se volvieron la panacea, no porque hubiera mayor sustancia en sus contribuciones editoriales, sino porque significaban una mayor posibilidad de venta, con lo cual Revista de la UNAM no se diferencia de la oferta editorial de Letras libres o Nexos. Y aquí no quiero pasar por alto esta observación: no se trata de desentenderse del sistema de mercado editorial donde toda publicación está sujeta a las leyes de compra-venta, situación que afecta precisamente a la UNAM por la pésima distribución de su acervo, sino de atemperar la situación y revisar la planeación de objetivos. Ni siquiera abogo por cerrar la opción a que los autores "consagrados" encuentren un espacio en esta revista. Creo más bien que si se continuaba el balance mencionado la ganancia era para todos: los autores conocidos mantendrían una presencia prestigiosa, generando recursos a través de los lectores que se dejan llevar, antes que por la calidad, por el peso de un nombre y una trayectoria, y sus aportaciones se podrían contrastar muy bien con la producción cognitiva de académico universitario. Nada de eso se le ocurrió a los integrantes del actual directorio quienes, tal vez ignorándolo, han pervertido su objetivo elemental.

Vuelvo, pues, a mi argumento inicial: no es porque yo pertenezca al sector damnificado por semejante política editorial, sino apelando a los propósitos esenciales que justifican que esta publicación lleve el sello de la UNAM, es que digo que desde hace casi diez años la revista que ostenta su nombre se halla cabalmente secuestrada.