viernes, 16 de febrero de 2024

UNA DISQUISICIÓN CRONOPIA SOBRE CORTÁZAR Y SUS PERSONAJES (A 40 FEBREROS SIN JULIO)


Digamos que a media mañana, a media tarde o a medianoche, cerramos los ojos y al abrirlos súbitamente de repente vemos una atmósfera en la que flotan algunos entes un tanto etéreos e indefinibles, pero que indudablemente estamos viéndolos. Al contemplarlos con toda claridad, ¿cómo saber si son parte de ese desfile de imágenes que se suceden con los ojos cerrados o se trata de algo que está ahí, independientemente de nuestra capacidad de enfocarlos o no (exactamente como sucede con la innegable existencia de cocodrilos en Auvernia o de chupacabras en la campiña mexicana por más que no contemos con un documento fidedigno que corrobore su semejante hecho)? El primer paso para aceptar su existencia consiste, indudablemente, en darles nombre. Desde que la obra de Cortázar (cuya partida a otros planos aconteció en un febrero de hace una cuarentena de años) hizo su aparición dentro del panorama de nuestras letras, vicisitudes de dicha naturaleza ya no es posible enunciarlas sin decir que se trata de una situación cronopia.
    Hagamos pues un paseo por la genealogía que realizo el padre de dicha nomenclatura: la galería de personajes inventados por la escritura de Cortázar y en quienes se deposita un descargo traumático en términos psicológicos es más o menos amplia, y quizás podríase comenzarla con los glúcidos y lípidos de Los premios. Estos seres tienen de inusitado sólo el calificativo, pues inequívocamente corresponden a las estructuras de control público que las supuestas libertades de la democracia capitalista ofrece a los ciudadanos que participan en este caso del paseo en un crucero.

Para realmente enfrentarse con seres que además de extraños rebasan el ordenamiento establecido es necesario remitirse a los inquietos conejitos de “Carta a una señorita en París”, las mancuspias de “Cefalea”, a los piantados que describe en La vuelta al día en 80 mundos y, por supuesto, a los cronopios, famas y esperanzas de Historias de cronopios y de famas, quienes a la postre no se sabe si son hadas, duendes, animales, quimeras o alebrijes. Sin embargo, debido a esa indeterminación que su autor procura acentuar, es menester decir que tanto cronopios como esperanzas y famas, conforme al modo en que son descritos dentro del artículo “Louis enormísimo cronopio”, en última instancia se tratan también de personas:

Por supuesto Louis no tiene la más pequeña idea de que en el lugar donde planta sus zapatones amarillos se posaron una vez los escarpines de Nijinsky, pero precisamente lo bueno de los cronopios está en que nunca se preocupan de lo que pasó alguna vez, o si ese señor en el palco es el príncipe de Gales. A Nijinsky tampoco le hubiera importado nada saber que Louis tocaría la trompeta en su teatro. Esas cosas quedan para los famas y también para las esperanzas, que se ocupan de recoger las crónicas, establecer las fechas, y encuadernarlo todo con tafilete y lomo de tela (Cortázar, 1970, p. 14).

Es difícil que este panorama se manifestara de otra manera al tratarse de Cortázar, señor y amo de esos intersticios en los que tanto situaciones y lugares como los entes que los protagonizan no pueden ser apresados ni definidos. ¿Qué es Rayuela: una novela, un ensayo-teoría sobre la novela, un largo poema en prosa? ¿Qué es Celina para Mauro en “Las puertas del cielo”: una muerta o un fantasma que en la pista de un bar baila tango? ¿Quién es Lucio de “Relato con un fondo de agua” o Pierre de “Las armas secretas”: entidades provistas de una tangibilidad dentro de sus respectivas fábulas o un ahogado y un oficial alemán encarnados en una nueva realidad en-soñada? ¿Qué es “El perseguidor”: un cuento largo o una novela corta? ¿Qué son La vuelta al día en ochenta mundos o Último round, Silvalandia o Prosa del observatorio, por supuesto genéricamente hablando: una miscelánea, almanaques, diarios, libros panópticos, pandemonios, happennings literarios o (como elegantemente lo precisara Laszló Scholz), libros caleidoscópicos (1977, p. 117)?

Es precisamente en La vuelta al día en ochenta mundos que Cortázar rompe lanzas a favor de esa misión de dar cuenta de esos universos que la lógica racional no acepta por principio de cuentas debido a su ineptitud para entenderlos y clasificarlos:

se siente en una escala diferente con respecto a la de la circunstancia, una hormiga que no cabe en un palacio o un número cuatro en el que no caben más que tres o cinco unidades. A mí esto me ocurre palpablemente, a veces soy más grande que el caballo que monto, y otros días me caigo en uno de mis zapatos y me doy un golpe terrible [...]. Y me gusta, y soy terriblemente feliz en mi infierno, y escribo. Vivo y escribo amenazado por esa lateralidad, por ese paralaje verdadero, por estar siempre un poco más a la izquierda o más al fondo del lugar donde se debería estar para que todo cuajara satisfactoriamente en un día más de vida sin conflictos. Desde muy pequeño asumí con los dientes apretados esa condición que me dividía de mis amigos y a la vez los atraía hacia el raro, el diferente, el que metía el dedo en el ventilador (1970, p. 22). 

Siendo pues la indeterminación ese territorio en el que nuestro autor se mueve a sus antojos, para establecer algunos asideros analíticos se requiere aventurar un enfoque distinto: tomando como punto de partida la asimilación de la extrañeza como algo inherente a la condición humana, lo que sí puedo marcar como parte de una evolución dentro de la escritura de Cortázar (whatever that means) es esa trayectoria que describe al sondear los abismos del cerebro humano y remontarse luego a las alturas del espíritu.

            El cambio de perspectiva ha sido plenamente detectado por varios críticos, al apuntar que de “El perseguidor” en adelante la pluma cortazariana corresponde, si no a una propuesta diríamos optimista, sí congruente con la asunción de ese estado de descolocación mencionado antes. Hasta este momento la angustia era producto de ese saberse diferente a los demás, aceptando por consecuencia como válidos aquellos comportamientos sancionados por las buenas conciencias, o de acuerdo a los parámetros de lo “políticamente correcto”, como se dice en nuestros días. Su pluma se agrega con derecho propia a todas las que de una forma u otra han denunciado ese malestar en la cultura, o mejor dicho de la condición humana sumida en las falsas expectativas originadas por la circulación del capital, el avance en las tecnologías y la extrema individualización de los seres humanos. Como bien dice Ernesto Sábato a Joaquín Serrano Soler en una entrevista de la década de los setentas para la televisión española: el hombre contemporáneo ha hallado la cura para la lepra, pero cada vez en edades más tempranas los niños acuden con el psicoanalista; ha bajado el índice de enfermos de la carne, pero se ha elevado el de los enfermos del alma.

            Y enfermos del alma son todos estos personajes que sienten el peso de la gran costumbre sobre sus espaldas: ante ello Cortázar encuentra una alternativa en la biografía de un músico de jazz que, según cuenta la anécdota, feneció mientras veía un programa cómico de la televisión estadounidense. En “El perseguidor”, Charlie Parker, replicado bajo el apelativo de Johnny Carter, muere más que de risa, pateándole la puerta a Dios, quien apenas le ha permitido asomarse a una rendija de su beatífico predio. La palabra renuncia, que había caracterizado hasta este momento a los personajes cortazarianos (como sucede en "Carta a una señorita en París", con el protagonista suicidándose, en "Casa tomada" con los hermanos huyendo de su vivienda, o en "Ómnibús" con la pareja bajándose del transporte por no llevar en indispensable ramo de flores), no aplica para Johnny Carter ni tampoco para Oliveira y los cronopios:

Ahora pasa que las tortugas son grandes admiradoras de la velocidad, como es natural. Las esperanzas lo saben, y no se preocupan. Los famas lo saben, y se burlan. Los cronopios lo saben, y cada vez que se encuentran una tortuga, sacan la caja de tizas de colores y sobre la redonda pizarra de la tortuga dibujan una golondrina (Cortázar, 1996, pp. 140-141).

Este cambio de actitud de morirse con la suya tiene que echar mano no sólo de una postura de resistencia existencial (el “no” del hombre rebelde proclamado por Camus), sino de eso que Fernando Savater denomina como “la imaginación alegre”. Sin perder de vista la tradicional identificación entre dolor y sabiduría (dentro de ese esquema, el ser que ríe es un inconsciente), Savater entiende que la afirmación existencial requiere de un cierto sentido del humor, no para justificar un mal estado de cosas, sino para sobrevivirlo, pues “la alegría no es la conformidad con lo que ocurre en la vida, sino con el hecho de vivir” (Savater, 1996, p. 4), e incluso como portal para la edificación de ese hombre nuevo proclamado por el existencialismo y refrendado por Cortázar, dado que para mejorar dicho estado de cosas el ineludible punto de partida es imaginarlo de otra forma, pero aplicándole una leve dosis de alegría. Y no de otra forma es como he dado en recordar al eximio fabulador de mundos y seres más o menos inauditos.

BIBLIOGRAFÍA


Cortázar, Julio (1970), La vuelta al día en 80 mundos, ts. I-II, México, Siglo XXI (Creación Literaria).

------------------ (1996), Historias de cronopios y de famas, México Alfaguara

Savater, Fernando (1996), “La imaginación alegre”, en “La Jornada Semanal”, Supl. de La Jornada, 6 de julio.