Para realmente enfrentarse con seres
que además de extraños rebasan el ordenamiento establecido es necesario
remitirse a los inquietos conejitos de “Carta a una señorita en París”, las
mancuspias de “Cefalea”, a los piantados que describe en La vuelta al día en 80 mundos y, por supuesto, a los cronopios, famas
y esperanzas de Historias de cronopios y
de famas, quienes a la postre no se sabe si son hadas, duendes, animales,
quimeras o alebrijes. Sin embargo, debido a esa indeterminación que su autor
procura acentuar, es menester decir que tanto cronopios como esperanzas
y famas, conforme al modo en que son descritos dentro del artículo “Louis
enormísimo cronopio”, en última instancia se tratan también de personas:
Por supuesto Louis no tiene la más pequeña idea de que en el lugar donde planta sus zapatones amarillos se posaron una vez los escarpines de Nijinsky, pero precisamente lo bueno de los cronopios está en que nunca se preocupan de lo que pasó alguna vez, o si ese señor en el palco es el príncipe de Gales. A Nijinsky tampoco le hubiera importado nada saber que Louis tocaría la trompeta en su teatro. Esas cosas quedan para los famas y también para las esperanzas, que se ocupan de recoger las crónicas, establecer las fechas, y encuadernarlo todo con tafilete y lomo de tela (Cortázar, 1970, p. 14).
Es difícil que este panorama se manifestara de otra manera
al tratarse de Cortázar, señor y amo de esos intersticios en los que tanto situaciones
y lugares como los entes que los protagonizan no pueden ser apresados ni
definidos. ¿Qué es Rayuela: una
novela, un ensayo-teoría sobre la novela, un largo poema en prosa? ¿Qué es
Celina para Mauro en “Las puertas del cielo”: una muerta o un fantasma que en
la pista de un bar baila tango? ¿Quién es Lucio de “Relato con un fondo de
agua” o Pierre de “Las armas secretas”: entidades provistas de una tangibilidad
dentro de sus respectivas fábulas o un ahogado y un oficial alemán encarnados
en una nueva realidad en-soñada? ¿Qué es “El perseguidor”: un cuento largo o
una novela corta? ¿Qué son La vuelta al
día en ochenta mundos o Último round,
Silvalandia o Prosa del observatorio, por supuesto genéricamente hablando: una
miscelánea, almanaques, diarios, libros panópticos, pandemonios, happennings literarios o
(como elegantemente lo precisara Laszló Scholz), libros caleidoscópicos (1977, p. 117)?
Es precisamente en La vuelta al día en ochenta mundos que
Cortázar rompe lanzas a favor de esa misión de dar cuenta de esos universos que
la lógica racional no acepta por principio de cuentas debido a su ineptitud
para entenderlos y clasificarlos:
se siente en una escala diferente con respecto a la de la circunstancia, una hormiga que no cabe en un palacio o un número cuatro en el que no caben más que tres o cinco unidades. A mí esto me ocurre palpablemente, a veces soy más grande que el caballo que monto, y otros días me caigo en uno de mis zapatos y me doy un golpe terrible [...]. Y me gusta, y soy terriblemente feliz en mi infierno, y escribo. Vivo y escribo amenazado por esa lateralidad, por ese paralaje verdadero, por estar siempre un poco más a la izquierda o más al fondo del lugar donde se debería estar para que todo cuajara satisfactoriamente en un día más de vida sin conflictos. Desde muy pequeño asumí con los dientes apretados esa condición que me dividía de mis amigos y a la vez los atraía hacia el raro, el diferente, el que metía el dedo en el ventilador (1970, p. 22).
Siendo pues la indeterminación ese territorio en el
que nuestro autor se mueve a sus antojos, para establecer algunos asideros
analíticos se requiere aventurar un enfoque distinto: tomando como punto de
partida la asimilación de la extrañeza como algo inherente a la condición
humana, lo que sí puedo marcar como parte de una evolución dentro de la
escritura de Cortázar (whatever that
means) es esa trayectoria que describe al sondear los abismos del cerebro
humano y remontarse luego a las alturas del espíritu.
El
cambio de perspectiva ha sido plenamente detectado por varios críticos, al
apuntar que de “El perseguidor” en adelante la pluma cortazariana corresponde,
si no a una propuesta diríamos optimista, sí congruente con la asunción de ese
estado de descolocación mencionado antes. Hasta este momento la angustia era
producto de ese saberse diferente a los demás, aceptando por consecuencia como
válidos aquellos comportamientos sancionados por las buenas conciencias, o de
acuerdo a los parámetros de lo “políticamente correcto”, como se dice en
nuestros días. Su pluma se agrega con derecho propia a todas las que de una
forma u otra han denunciado ese malestar en la cultura, o mejor dicho de la
condición humana sumida en las falsas expectativas originadas por la
circulación del capital, el avance en las tecnologías y la extrema
individualización de los seres humanos. Como bien dice Ernesto Sábato a Joaquín
Serrano Soler en una entrevista de la década de los setentas para la televisión
española: el hombre contemporáneo ha hallado la cura para la lepra, pero cada
vez en edades más tempranas los niños acuden con el psicoanalista; ha bajado el
índice de enfermos de la carne, pero se ha elevado el de los enfermos del alma.
Y enfermos del alma son todos estos personajes que sienten el peso de la gran costumbre sobre sus espaldas: ante ello Cortázar encuentra una alternativa en la biografía de un músico de jazz que, según cuenta la anécdota, feneció mientras veía un programa cómico de la televisión estadounidense. En “El perseguidor”, Charlie Parker, replicado bajo el apelativo de Johnny Carter, muere más que de risa, pateándole la puerta a Dios, quien apenas le ha permitido asomarse a una rendija de su beatífico predio. La palabra renuncia, que había caracterizado hasta este momento a los personajes cortazarianos (como sucede en "Carta a una señorita en París", con el protagonista suicidándose, en "Casa tomada" con los hermanos huyendo de su vivienda, o en "Ómnibús" con la pareja bajándose del transporte por no llevar en indispensable ramo de flores), no aplica para Johnny Carter ni tampoco para Oliveira y los cronopios:
Ahora pasa que las tortugas son grandes admiradoras de la velocidad, como es natural. Las esperanzas lo saben, y no se preocupan. Los famas lo saben, y se burlan. Los cronopios lo saben, y cada vez que se encuentran una tortuga, sacan la caja de tizas de colores y sobre la redonda pizarra de la tortuga dibujan una golondrina (Cortázar, 1996, pp. 140-141).
Este cambio de actitud de morirse con la suya tiene que echar mano no sólo de una postura de resistencia existencial (el “no” del hombre rebelde proclamado por Camus), sino de eso que Fernando Savater denomina como “la imaginación alegre”. Sin perder de vista la tradicional identificación entre dolor y sabiduría (dentro de ese esquema, el ser que ríe es un inconsciente), Savater entiende que la afirmación existencial requiere de un cierto sentido del humor, no para justificar un mal estado de cosas, sino para sobrevivirlo, pues “la alegría no es la conformidad con lo que ocurre en la vida, sino con el hecho de vivir” (Savater, 1996, p. 4), e incluso como portal para la edificación de ese hombre nuevo proclamado por el existencialismo y refrendado por Cortázar, dado que para mejorar dicho estado de cosas el ineludible punto de partida es imaginarlo de otra forma, pero aplicándole una leve dosis de alegría. Y no de otra forma es como he dado en recordar al eximio fabulador de mundos y seres más o menos inauditos.
BIBLIOGRAFÍA
Cortázar,
Julio (1970), La vuelta al día en 80
mundos, ts. I-II, México, Siglo XXI (Creación Literaria).
------------------ (1996), Historias de cronopios y de famas, México Alfaguara
Savater,
Fernando (1996), “La imaginación alegre”, en “La Jornada Semanal”, Supl. de La Jornada, 6 de julio.
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