viernes, 18 de abril de 2008

Jorge Teillier: un testigo del fracaso

De acuerdo a los antecedentes literarios de la poesía de Chile al momento de la aparición de Para ángeles y gorriones, se empieza a desarrollar una tercera tendencia, deuteragonista entre la confrontación Neruda versus Parra (o viceversa). Waldo Rojas, hablando de Enrique Lihn, define a esta tendencia como una poética del fracaso: frente a la visión épica de Neruda en el Canto general y los contracantos de Parra en sus Poemas y antipoemas, la generación de poetas chilenos que empieza a publicar en la década de los años cincuentas se dan cuenta que algo falló, algo no salió bien. El ensalzamiento de Neruda resultaba un tanto hueco en tanto que su visión escatológica de una salvación del hombre al final de la historia era desautorizada cuando la explotación en las minas de cobre y del campesino tierra adentro (hablando de la situación sociopolítica de esos años en Chile ) se mantenía vigente, a pesar de los intentos combativos de la izquierda chilena, que llevaron a Neruda a la senaduría, y del malogrado régimen de Salvador Allende...

Por el otro lado, la actitud de guerrillero de Parra acaba sustentándose como un castillo en el aire, pues todavía le otorga a la palabra la posibilidad de un cambio: su poema que inicia con la sentencia "Yo soy el individuo" tiene un claro sentido de afirmación, si bien es más tajante el apotegma con que cierra: "la vida no tiene sentido". Sin embargo, Parra intenta asimilar ese sentido a la actividad literaria, y aunque la vida no lo tenga, la escritura la puede dotar de ese faltante. En cambio, Jorge Teillier y los poetas de su generación tienen una visión más radical. A diferencia del demiurgo (que era capaz de hacer brotar un árbol a través de su palabra) proclamado por Huidobro, Teillier asume que no hay nada que crear, y que el poeta no le queda más que ser testigo de su entorno, y lo que puede constatar es que ese entorno ha naufragado. El poeta es un testigo del fracaso, pero más que para dotar de sentido a algo que no lo tiene, su misión es concebida paralela a la de un historiador, anotar el registro de lo que vio y vivió:

"Otoño secreto"

Cuando las amadas palabras cotidianas

pierden su sentido

y no se puede nombrar ni el pan,

ni el agua, ni la ventana,

y ha sido falso todo díalogo que no sea

con nuestra desolada imagen,

aún se miran las destrozadas estampas

en el libro del hermano menor,

es bueno saludar los platos y el mantel puestos sobre la mesa,

y ver que en el viejo armario conservan su alegría

el licor de guindas que preparó la abuela

y las manzanas puestas a guardar.


Cuando la forma de los árboles

ya no es sino el leve recuerdo de su forma,

una mentira inventada

por la turbia memoria del otoño,

y los días tienen la confusión

del desván a donde nadie sube

y la cruel blancura de la eternidad

hace que la luz huya de sí misma,

algo nos recuerda la verdad

que amamos antes de conocer:

las ramas se quiebran levemente,

el palomar se llena de aleteos,

el granero sueña otra vez con el sol,

encendemos para la fiesta

los pálidos candelabros del salón polvoriento

y el silencio nos revela el secreto

que no queríamos escuchar.