"La
máquina no explica todo: es un pretexto que se da el espíritu para
pasar de una concepción a otra: de la concepción de un mundo donde se
puede volar a aquella de un mundo en donde se vuela" El gran Meaulnes
Los libros son como el destino: tarde o temprano siempre nos
alcanzan. Por ejemplo, más temprano que tarde (quizás porque fueron sesiones a
mediodía) 80 años después de haber sido publicado El gran Meaulnes, el maestro Eliseo Diego ofreció una serie de
charlas a los estudiantes de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, de
octubre a noviembre de 1993. Y entre las recomendaciones bibliográficas que
brotaron de sus labios salió este libro, junto con el humo de su pipa y estando
atento a la puntualidad de su reloj de ferrocarrilero ruso: en una palabra, amar
las cosas que conocen lo nuestro como dice Jorge Teillier que dice Rainer Maria
Rilke. Y así enumerando nombres traídos a cuento por un fino hilo conductor,
llegamos a Alain Fournier, el autor del libro en cuestión y cuya vida misma parece extraída
de uno de sus relatos.
22 de septiembre de 1914: sí, hace justo cien años, este
teniente del ejército francés, al frente de la compañía número 23 destacada a
25 kilómetros al sureste de Verdún (obviamente antes del infinito
atrincheramiento que habría de prolongarse por años en ese frente de batalla)
sucumbió abatido por las balas alemanas (dicen las malas lenguas que mientras
efectuaba un ataque a una ambulancia de los teutones). Su cadáver fue
descubierto en una fosa común en 1991. Como oración dejo este poema de Charles Péguy, también caído en combate 17 días antes que Fournier:
Dichosos los que han muerto por la
tierra carnal,
con tal que ello haya sido en una
justa guerra.
Dichosos los que han muerto por su
trozo de tierra,
dichosos los que han muerto de una
muerte triunfal.
Dichoso los que han muerto en
batallas campales,
tendidos en la tierra, de cara
contra el cielo.
Dichosos los que han muerto en un
excelso anhelo
entre toda la pompa de
grandes funerales.
Dichosos los que han muerto por
ciudades carnales,
pues ellas son el cuerpo de
la ciudad de Dios.
Dichosos los que han muerto por su
hogar
y por los pobres honores de las
causas paternales,
pues ellas son la imagen y
son el primer lazo,
y ensayo y cuerpo de
la divina mansión.
Dichosos los que han muerto en ese
estrecho abrazo,
ese abrazo de honor y humana
confesión,
pues esta confesión de honor
es la inicial
y el ensayo primero de
eterna confesión.
Dichosos los que han muerto
en esta destrucción,
cumpliendo de ese modo su
voto terrenal,
pues este voto de la tierra
es la inicial
y el ensayo primero de una
fidelidad.
Dichosos los que han muerto en
forma tan triunfal
y con tanta obediencia y con tanta humildad.
Dichosos los que han muerto, pues
fueron reintegrados
a la primera arcilla y a la
primera tierra.
Dichosos los que han muerto en una
justa guerra,
dichosas las espigas y los
trigos segados.
Pero desde luego no fue por esta anécdota casi diría que
pintoresca, que Eliseo Diego trajo a cuento a Fournier, sino porque en su única
novela fue capaz de retratar la atmósfera encantada de una ignota casa en
medio de un bosque maravilloso, un auténtico dominio perdido (diría Jorge Teillier)
entre la floresta. Si ya J.M. Barrie nos había imaginado un país donde los
niños se niegan a crecer, Fournier lo complementa con un entorno donde los personajes
se comportan como eternos adolescentes. En este momento no tiene caso entrar en
una árida controversia en cuanto al síndrome de Peter Pan (a estas alturas para
mí ya no es una coincidencia que uno de los niños en quienes se inspiró Barrie
para la saga del País de Nunca Jamás, muriera también en combate durante la
primera guerra mundial) y mantenerse toda la vida con actitudes infantiles. La
cuestión de fondo me parece que es un poco más profunda: si de repente nos damos
cuenta de que al madurar hemos perdido algo, entonces creo que ya nos estamos
sintonizando. En la vida de Fournier hay otra anécdota significativa que no podía sino reproducirse en su novela. En 1905 conoció a la mujer que dejaría una honda huella en su alma: ocho años después, como auténtico Dante con su Beatriz, volvió a verla casada con otro y con hijos, pero no por eso dejó de inmortalizarla con el nombre de Yvonne de Galais, la dama de Agustín Meaulnes.
Así pues, si al llevar como un hilo conductor de lectura termino hablando del Rilke de Poemas de los lares, del Teillier de Nostalgia de la tierra, de La sed de lo perdido de Eliseo Diego o de Barrie y de Fournier, sólo estamos frente a manifestaciones en diversas plumas de un mismo espíritu. Un fantasma surgido de la guerra de trincheras parece erguirse este día y, recuperando ese edénico dominio maravilloso que se perdió, se pone a cantar en un día al final del verano:
"En la góndola" (del libro Miracles)
En la góndola
una sombrilla
de satén.
De tonalidad roja
un agua oscila
esa mañana.
Bajo la tibia sombra
se dibuja un reflejo
de color esmeralda.
Y de los frescos prados
y de los bosques
apenas se percibe
el hálito.
Un ardiente mediodía estival,
una corriente clara, una torre,
te impide soñar, Isabelle,
con el sol y la libertad.
Alain Fournier