jueves, 2 de julio de 2020

EL SUAVE RÍO DE LAS ALMAS: 100 AÑOS DE ELISEO DIEGO CON NOSOTROS

Los ejes del tiempo se tocan en sus bordes: ¿cómo era el mundo hace 100 años? Los cortes cronológicos son cortes geológicos también y nos evocan instantáneas de un mundo perdido. Vayamos a febrero de 1992: hace 28 años el río del tiempo juntaba almas ilustres en la no menos ínclita Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, donde como docentes o conferencistas conocí a muchos personajes admirados. Pero hablando a título estrictamente personal, en esos días tuve la suerte de asistir a las charlas del mayor poeta a quien haya tratado. Un gentilhombre (en la cabal acepción de la palabra) cubano cuya apostura y elegancia evocaban con acierto a ese tío aristócrata que mandaba lavar su ropa a Londres, un venerable caballero dentro de cuyos ojos pequeños se podía detectar el brillo de algún familiar lejano, de un pariente atrapado en un daguerrotipo:

Mi abuela está sentada: es una joven
de esbelto rostro frágil
sobre el altivo cuello: miro inmóvil
la pupila en tinieblas que la mira
desde un abismo: si volviera
no más los ojos a la barba triste
del padre sonriente, se animara.
Pero mi abuela sigue inmóvil, joven.
Se ha de poner en pie muy pronto.
El día la arrastrará consigo hasta el zaguán
mientras la calle vibra al choque cósmico
de casco y casco. Se ha perdido.
Cuando la vuelva a ver, será una anciana.
(“Daguerrotipo de mi abuela”)

Una mirada pues de un niño patriarca, un párvulo abuelo. Gracias a su obra (imposible hacer una clasificación tajante entre su prosa narrativa, la ensayística o su creación poética pues todas son líneas de la misma tangente) y durante esas cuatro charlas impartidas en el aula 005, nos enteramos de algo que ya sabíamos: el pasado es un sueño que a veces nos da por recordarlo. Años atrás hice la radiografía de ese momento y ahora que lo vuelvo a evocar tiene el esplendor de un suceso que acaba de ocurrir: el bastón con empuñadura de caoba, el reloj de cadena que (decía) había pertenecido a un ferrocarrilero ruso y un libro del que comenzó a recitar “Palabras escritas en la arena por un inocente” de Gastón Baquero, sin poder terminar su declamación porque más que de arena los ojos se le llenaron de llanto (otro tanto ocurrió leyendo "A Francisca" de Rubén Darío, a quien defendió fervientemente durante el célebre "Encuentro con Darío" de 1967, de ciertas diatribas por parte de los llamados "poetas revolucionarios"). Quizás haya sido por la nostalgia de ese mundo perdido, de un olvidado baúl de la infancia lleno de “tesoros”:

Un laúd, un bastón,
unas monedas,
un ánfora, un abrigo.
Una espada, un baúl,
unas hebillas,
un caracol, un lienzo,
una pelota.

El mundo es tan nuevo como los ojos que lo miren y los bucles del tiempo no hacen sino obligarnos a abrir los ojos como dentro de una piscina. Quien hasta hace 50 años fuera director del Departamento de Literatura y Narraciones Infantiles de la Biblioteca Nacional de Cuba, asumía como transitoria su condición de exiliado del paraíso (no otra cosa era para él el tiempo de la infancia) hasta el momento en que un objeto, una fotografía o un libro restituía todo a su orden prístino. Alguna vez intentó explicar su escritura como esa tentativa de retirar el velo que cubre las cosas que nos rodean, búsqueda de una flor azul en la que se revela como uno de los discípulos en Saïs de los que hablara Novalis. Ese mundo perdido deja de estarlo tanto como seamos capaces de invocarlo. A través de la aduana de lo sensible, por ejemplo, recordaba a Proust: al influjo de un aroma uno puede transportarse a otra época. Bueno, él que había ganado reconocimiento como traductor decía que en eso consistía el oficio, en propiciar la evocación de ese aroma de la obra original al verterla en otro idioma.

La infancia, territorio de arenas movedizas, dominio perdido (diría con Jorge Teillier, su gemelo chileno), isla del tesoro (esta vez los dos al unísono junto con Stevenson), era (es), aunque fuera a retazos, recuperable. Si la imaginación, y en concreto la escritura, constituye un doble de la vida, ese río inexorable que se lleva las almas queridas puede ser remontado al momento de hacer una inmersión en las páginas de un libro, expedición al bosque encantado en que seguimos los pasos de Auguste Meaulnes, internándose en aquel reino encantado hasta el cual Alain Fournier siguió los pasos de su personaje, tal como otro autor francés, Antoine de Saint-Exupéry (que esta misma semana cumplió su 120 aniversario: estamos de plácemes al doble) siguiera los del Principito, fiesta en la cual se reúnen ahora todos los ya mencionados y a la cual estamos inexorablemente invitados:

De noche, mira, un jardín
cualquiera —mustio, pequeño—
parece un bosque sin fin
—un hondo bosque de sueño.
Sin duda te perderías
si te fueras por allá
entre esas hojas sombrías
—donde la luna no da.
Todo tan distinto, ves,
tan sereno, tan callado.
Es otro lugar tal vez
el mismo jardín de al lado.
(“De noche”)

Zona de pasaje, transición entre dos mundos, esa polaridad en que se desdobla el alma del cuerpo bajo el influjo de la palabra fue lo que sin duda experimentó de niño cuando tras un atracón de pasteles, como el mismo poeta lo recuerda (cf. el documental biográfico “El dueño del tiempo”, https://youtu.be/R0nmsjEIcXQ), salvó la vida gracias a la narración en su idioma original, por parte de una damisela francesa, de los cuentos de Perrault y de una medicina mágica consistente en cucharaditas de champagne, iniciación literaria a la que se sumaría la amistad con Cintio Vitier y la participación dentro del brillante grupo literario de la revista Orígenes. Todo ello sumado fue la génesis para que su plectro se soltara con estos versos iniciales de su primer libro:

En la calzada más bien enorme de Jesús del Monte
donde la demasiada luz forma otras paredes con el polvo
cansa mi principal costumbre de recordar un nombre,
y ya voy figurándome que soy algún portón insomne
que fijamente mira el ruido suave de las sombras
alrededor de las columnas distraídas y grandes en su calma.
Cuánto abruma mi suerte, que barajan mis días estos dedos de piedra
en el rincón oculto que orea de prisa la nostalgia
como un soplo que nombra el espacio dichoso de la fiesta.
Al centro de la noche, centro también de la provincia,
he sentido los astros como espuma de oro deshacerse
si en el silencio delgado penetraba [….]
Y en la ciudad las casas eran altas murallas para que las tinieblas quiebren,
¡oh el hervor callado de la luna que sitia las tapias blancas
y el ruido de las aguas que hacia el origen se apresuran!

El río de almas que desfilan por ahí evocan lo mismo un más allá dantesco que la duermevela del propio espíritu: pertenecemos tanto al lugar donde vamos que del que venimos, tanto a lo que hacemos como a lo que soñamos (enseñanza que Borges suscribe también). Con nombres que parecieran haber salido de las páginas de García Márquez (uno de sus tantos admiradores), Eliseo Julio de Jesús de Diego y Fernández Cuervo encontró en Bella Esther García-Marruz Badía no sólo una compañera de sus días, sino de intereses en la pedagogía y la literatura, y así quizás la comprobación de que voluntad y destino tenían sus flechas lanzadas en la misma dirección. Quizás por ello esa mirada que ahora recuerdo era tranquila, de quien se asumía sin mayor angustia atravesado por el tiempo. La efeméride por tanto no es por alguien de visita, sino de una presencia que ha estado acompañándonos todos estos años cuyo velo al descubrirse nos revela cuańto pertenecemos también a su ineluctable herencia, el sello de una eternidad que, pudiéndolo hacer en cualquier día, comienza todos los lunes.

La eternidad ignora las costumbres,
le da lo mismo rojo que azul tierno,
se inclina al gris, al humo, a la ceniza.
Nombre y fecha tú grabas en un mármol,
los roza displicente con el hombro,
ni un montoncillo de amargura deja.
Y sin embargo, ves, me aferro al lunes
y al día siguiente doy el nombre tuyo
y con la punta del cigarro escribo
en plena oscuridad: aquí he vivido
(“Comienza un lunes”).

martes, 23 de junio de 2020

LA GRAMÁTICA ANTIFANTÁSTICA O LA EXPRESIÓN AMERICANA


1970: hace 50 años lo que rifaba era el estructuralismo y una manera de entender la comunicación era conforme a esa idea de descomponer todas las entidades que nos rodean en sus unidades mínimas. Pero dicho entendimiento con una finalidad  sistematizadora ya tenía serias impugnaciones y la contracultura, en términos sociológicos fue una de ellas.

El poeta y cineasta italiano Pier Paolo Pasolini era un fanático del futbol en general, y del Bologna en particular. Es famosa la anécdota del partido que junto con el equipo de la filmación de su testamento cinematográfico, Saló o los 120 días de Sodoma y Gomorra jugaron contra los del Novecento de Bernardo Bertolucci. Con pasión semejante que envidiaría cualquier tifosi, podemos imaginar la rabieta de Pasolini ante “las ineptitudes de la inepta cultura” (que diría López Velarde) en este caso del entrenador italiano Valcareggi quien no quiso salirse de lo que marca el guion, la tendencia que (¡horror de nuestros días!) es lo que predomina en el futbol contemporáneo.

Una vez pasada la efusión del momento tras la derrota de Italia (que en realidad, viendo este video se da uno cuenta de que no fue tan aplastante como el marcador lo revela y por momentos el resultado estuvo en un alambre), en tanto analista que también era, Pasolini pasó a redactar estas líneas en las que aporta una acabada teoría de la morfosintaxis futbolística con base en una gramática estructural, aunque quizás haya que recurrir a componentes de una teoría narratológica para explicarlo en términos que puedan aplicarse al análisis literario, y esas unidades narrativas verlas como unidades de sentido, o como definiciones de cultura literaria: la gramática antifantástica de Italia versus la expresión americana de Brasil (tomo la traducción del texto de Pasolini del portal https://www.mabuse.cl/texto_escogido.php?id=86465).

EL FUTBOL ES UN LENGUAJE CON SUS PROSISTAS Y SUS POETAS

“El fútbol es un sistema de signos, o sea, un lenguaje. Tiene todas las características fundamentales del lenguaje por excelencia, al que nosotros nos hemos remitido como término de comparación, esto es, el lenguaje escrito-hablado.

De hecho, las ‘palabras’ del lenguaje del fútbol se forman exactamente igual que las palabras del lenguaje escrito-hablado. Ahora bien, ¿cómo se forman estas últimas? Se forman a través de lo que se denomina ‘doble articulación’, o sea, a través de las infinitas combinaciones de los ‘fonemas’ que, en italiano, son las veintiuna letras del alfabeto.

Los ‘fonemas’, por tanto, son las ‘unidades mínimas’ de la lengua escrito-hablada. ¿Queremos divertirnos definiendo la unidad mínima de la lengua del fútbol? Veamos: ‘Un hombre que usa los pies para chutar un balón’ es la unidad mínima: el ‘podema’ (por continuar la broma). Las infinitas posibilidades de combinación de los ‘podemas’ forman las ‘palabras futbolísticas’ y el conjunto de las ‘palabras futbolísticas’ forma un discurso, regulado por auténticas normas sintácticas.

Los ‘podemas’ son veintidós (casi igual que los fonemas): las ‘palabras futbolísticas’ son potencialmente infinitas, porque infinitas son las posibilidades de combinación de los ‘podemas’ (en la práctica, los pases de balón entre jugador y jugador); la sintaxis se expresa en el ‘partido’, que es un auténtico discurso dramático.

Los codificadores de este lenguaje son los jugadores, nosotros, en las gradas, somos los descodificadores y, por lo tanto, compartimos un mismo código.
Quien no conoce el código del fútbol no entiende el ‘significado’ de sus palabras (los pases) ni el sentido de su discurso (un conjunto de pases).

No soy ni Roland Barthes ni Greimas, pero como aficionado, si quisiera, podría escribir un ensayo mucho más convincente que esta nota sobre la ‘lengua del fútbol’. Pienso, además, que se podría escribir también un bonito ensayo titulado Propp aplicado al fútbol: porque, naturalmente, como toda lengua, el fútbol tiene su momento puramente ‘instrumental’, rigurosa y abstractamente regulado por el código y su momento ‘expresivo’.

En efecto, toda lengua se articula en varias sublenguas, cada una de las cuales posee un subcódigo. Pues bien, en la lengua del fútbol se pueden hacer también distinciones de este tipo: el fútbol adquiere subcódigos desde el momento en que deja de ser puramente instrumental y se hace expresivo.

Puede haber un fútbol como lenguaje fundamentalmente prosístico y un fútbol como lenguaje fundamentalmente poético.

Para explicarme, pondré –anticipando las conclusiones- algunos ejemplos: Bulgarelli juega al fútbol en prosa: es un 'prosista realista'. Riva juega un fútbol poético: es un poeta 'realista'. Corso juega un fútbol poético, pero no es un 'poeta realista': es un poeta un poco maudit (maldito), extravagante. Rivera juega un fútbol en prosa: pero la suya es una prosa poética, de 'elzevir'.

Sin embargo, entendámonos, la literatura italiana, sobre todo la reciente, es la literatura de los 'elzevirios' elegantes y extremadamente estetizantes. Su fondo es casi siempre conservador y un poco provinciano... en fin, democristiano. Todos los lenguajes que se hablan en un país, incluso las jergas más arcanas, comparten un terreno común: la 'cultura' de ese país, su actualidad histórica".

LA FINAL QUE NO FUE

Como lo dice el único anotador por Italia en esa épica final, Boninsegna (https://elpais.com/deportes/2020-06-20/no-jugar-con-mazzola-y-rivera-juntos-fue-un-gran-error.html), Alemania en aquel entonces era más equipo que la squadra azzurra por lo que un golpe del destino hubiera arrojado una final entre dos estilos de lo más contrapuestos (hecho que habría de esperar 32 años y otra brillante generación del scratch du ouro de media cancha hacia adelante). O la precisión casi matemática de los teutones que cada 20 alzan la copa mundial (54, 74, les tocaba en 94, pero la ganaron en 90 y 2014).

Pasolini en esta segunda parte de su texto es enfático al calificar como "prosa estetizante" el estilo sino mecánico sí repetitivo de Italia, desprovisto de la improvisación brasileira. Para el poeta italiano se trata de algo semejante a lo que se ha llamado el espíritu de los pueblos, netamente una "expresión americana" como en términos literarios y culturales la denominó en 1957 el grandioso poeta cubano Lezama Lima en su ensayo de idéntico nombre. No me parece por tanto descabellado pensar dicho temperamento de honda elaboración artística que caracteriza, como bien lo dice Pasolini, al futbol latinoamericano: lo tuvo el Perú de los setentas y también se presentó en la selección colombiana de los noventas, además, claro, de haberse alojado en las piernas del enorme barrilete cósmico que vino a escribir su propia historia de grandeza en el mismo Estadio Azteca de hace 50 años: como Pelé, Maradona accedió al estatus de genio no por su capacidad físico atlética, sino por hacer lo impensable, lo realmente insólito.

Sin embargo hay que decirlo con todas sus letras: esa magia se puede encarnar en estas tierras en cualquier momento y con cualquier petiso (Ronaldinho y Messi han sido sus últimos destellos), pero se ha ido diluyendo (la técnica, el talento y la inspiración han cedido cada vez su lugar a la velocidad, la fuerza y la estrategia: es trágico que este bello juego se esté volviendo más físico, más mecánico, más europeizante y menos latinoamericano). Por eso a 50 años de distancia hay que recordar que nunca como entonces la magia de la que habla Pier Paolo, pudo cristalizarse de forma más contundente.

Así remata su texto Pasolini (los esquemas con los que explica estos dos estilos los presento como imágenes anexas... Es interesante a través de ellas constatar cómo coloca los disparos de los brasileños en una gráfica que, mirando el video del partido, refleja muy bien lo sucedido al final del primer tiempo y durante el inicio del segundo cuando el marcador iba empatado, lapso en que la portería italiana sufrió un verdadero asedio de la artillería carioca):

"Por razones de cultura y de historia, el fútbol de algunos pueblos es fundamentalmente prosaico: prosa realista o prosa estetizante (este último es el caso de Italia), mientras que el fútbol de otros pueblos es fundamentalmente poético.

En el fútbol hay momentos que son exclusivamente poéticos: los momentos del 'gol'. Cada gol es siempre una invención, es siempre una perturbación del código: todo gol es 'ineluctabilidad', fulguración, estupor, irreversibilidad. Precisamente como la palabra poética. El máximo goleador de un campeonato es siempre el mejor poeta del año. En este momento lo es Savoldi. El fútbol que expresa más goles es el fútbol más poético.

También el regate es de suyo poético (aunque no 'siempre' como la acción del gol). De hecho, el sueño de todo jugador (que todo espectador comparte) es arrancar del centro del campo, driblar a todos y marcar. Si, dentro de los límites permitidos, cabe imaginar algo sublime en el fútbol es precisamente esto. Pero no sucede jamás. Es un sueño (que sólo he visto realizar en Maghi del Pallone, de Franco Franchi, que, aunque sea a un nivel rústico, ha conseguido resultar perfectamente onírico).

¿Quiénes son los mejores regateadores del mundo y los mejores goleadores? Los brasileños. Por lo tanto, su fútbol es un fútbol poético: de hecho, en él todo está basado en el regate y en el gol.

El catenaccio y la triangulación (que Brera llama geometría) es un fútbol de prosa: se basa en la sintaxis, en el juego colectivo y organizado, esto es, en la ejecución razonada del código. Su único momento poético es el contraataque que culmina en un 'gol' (que, como hemos visto, no puede más que ser poético). En definitiva, el momento poético del fútbol parece ser (como siempre) el momento individualista (regate y gol; o pase inspirado).

El fútbol en prosa es el del sistema (el fútbol europeo): su esquema es el siguiente:


El 'gol' se encomienda a la 'conclusión' de la que, a ser posible, se encarga un 'poeta realista' como Riva, pero debe derivar de una organización de juego colectivo, basado en una serie de pases 'geométricos' ejecutados según las reglas del código (Rivera en esto es perfecto; a Brera no le gusta porque se trata de una perfección un poco estetizante y no realista, como ocurre con los centrocampistas ingleses o alemanes). El fútbol poético es el del fútbol latinoamericano.


La realización de este esquema requiere una capacidad monstruosa de driblar (algo que en Europa se repudia en nombre de la 'prosa colectiva') y cualquiera puede inventar el gol desde cualquier posición. El regate y el gol son los momentos individualistas-poéticos del fútbol; por eso el fútbol brasileño es un fútbol de poesía. Sin hacer juicios de valor, en un sentido puramente técnico, en México la poesía brasileña ha ganado a la prosa estetizante italiana".