martes, 12 de diciembre de 2023

LAS OTRAS DERROTAS DE NAPOLEÓN


Para Normi Salazar

A una semana de haberla visto, no había tenido oportunidad de compartir mis impresiones sobre el filme de Ridley Scott. Esta recreación del personaje que puso de cabeza a todo su continente y removió las conciencias del otro lado del Atlántico (con lo que de suyo se volvió novelesco) le hace justicia al hecho principal y que pinta en esencia lo que él representaba: Bonaparte es la prueba fehaciente del hombre que se hizo a sí mismo. La tesis se mantiene en pie revisando sus orígenes pues al pertenecer a una familia aristocrática de provincia (peor aún, de una isla perdida en el Mediterráneo) venida a menos, su posición en la práctica sería equivalente a la de una estirpe de medio pelo, pero de donde surgió alguien que humilló a buena parte de la nobleza europea. De ahí esa fúrica reacción de la Santa Alianza (hecho que sí subraya esta recreación cinematográfica) al tiempo que su misma trayectoria de ascenso busca ser replicada ni más ni menos que por el zar Alejandro I, en particular en cuanto a sus tácticas bélicas y eróticas (hecho que también vemos replicado en el filme).

Una vez apuntalada esta idea central., los detalles aparecen en su alrededor. Si la premisa de esta admiración se mantiene por el lado incluso político, lo cual quedaría reflejado en el pacto acordado dentro del congreso de Erfurt, lo cierto es que dicho pacto el zar se encontró imposibilitado de respetarlo por cuestiones económicas. Por encima del acuerdo político y el hecho de refrendar la palabra empeñada, el zar tuvo que ceder ante el factor económico que le obligó a retomar el comercio con la corona británica. De ahí a la invasión napoleónica de 1812 ya sólo quedó un paso. Así queda demostrado cómo el mundo moderno, más que por los ideales de la revolución francesa se encuentra al albedrío de las prerrogativas de la revolución industrial abanderada por Inglaterra.

Y ya que viene a colación la pérfida Albión, de momento no tengo certeza si en la refriega en la que le asestó una lección al ejército de la Rosa durante la batalla de Toulon fue verídico lo del cañonazo a su caballo, pero quizás para evidenciar el doble cariz que desde la misma Francia tenía Napoleón, hubiera sido ilustrativo presentar o aludir al atentado que sufrió en 1800. Asimismo, la rivalidad con Wellington (perfectamente actuado por Rupert Everett lo que acentúa la antipatía que genera) coloca a éste más que como un general enemigo como un operador de todos los gobiernos aliancistas, pero a mi parecer hizo falta darle espacio al verdadero aladid en la contención propinada a Napoleón en el ámbito naval: el almirante Nelson, quien derrotó al general corso tanto en la batalla del Nilo como en Trafalgar, esta última a costa de su propia vida. Por este hecho y por representar el perfil del comandante que se coloca al frente de su ejército, al igual que el mismo Napoleón (a riesgo de ser abatido, como se constata durante los 100 días en su regreso a París, cuando no podía estar del todo seguro de que los soldados que iban a aprehenderlo se terminarían pasando a su bando), creo que en tanto próceres del valor militar de otros siglos, sería en Horatio Nelson que encontraríamos un auténtico parangón napoleónico.

Aunque disiento de quienes han opinado que Scott le dio mucha preferencia a las intrigas palaciegas por encima de las batallas (en principio porque la recreación de las mismas me resulta simplemente asombrosas), lo cierto es que en ese terreno se localizaba su otro frente y a partir del cual el general francés consigue una hondura especial merced a la contradicción. Si la idea a defender es cómo un producto de la Revolución es capaz de ascender hasta la escala social más alta, a su vez se hace manifiesto que a dicha altura a Napoleón no le quedó otra más que remedar los parámetros monárquicos: a él no le importaría mayor cosa si Josefina podría o no quedar embarazada de él (él era el embarazado del profundo amor que le profesaba), pero termina repudiándola por un asunto de Estado. Al estar construyendo un imperio, era imperiosa la necesidad de contar con un heredero.

Si el general corso personifica pues al héroe romántico por antonomasia no es porque además de soldado, como el cortesano proclamado por Baltasar de Castiglione, sea un ferviente amante de su dama, sino porque anhelaba un imposible a conseguir. Otra forma de explicar que la Grand Armée naufragara en su expedición a Rusia no fue solo por el inclemente invierno de 1812, sino porque el factor mercantil se impuso al factor de Estado, al tiempo que en términos personales el emperador fracasaba en su intento por conjuntar al hombre exitoso con el hombre realizado. Antes que su exilio en Santa Helena, su real ostracismo lo vivió en la imposibilidad de retener a Josefina Beauharnais a su lado, tal como era su verídico anhelo. Antes que su capitulación el 18 de junio de 1815 en Waterloo, su verdadera derrota la sufrió ante la muerte de ella el 29 de mayo de 1814.

P.d. Ahora bien, ya que de rivalidades hablamos, quizás deba reconocer que a pesar de estos méritos al compararla con la otra historia épica que Hollywood nos ha entregado este año, desde mi punto de vista la de Napoleón definitivamente quedaría debajo de Oppenheimer, empezando por la actuación de Joaquin Phoenix superada por de la Cillian Murphy.