Tras haber presenciado cómo se resolvía el partido de los
cuartos de final que se esperaba como el de mayor voltaje a lo largo de la semana, considero factible
formular un planteamiento filosófico de lo que constituye el drama de los once
pasos. Contemplar esa escena en que tanto futbolistas italianos como alemanes,
los de temple más férreo que puede haber, quebrándose por la tensión y
temblándoles las piernas me hizo pensar en la frase "los ricos también
lloran", o más bien algo así como los más fuertes mentalmente hablando, también
fallan. La estadística resulta ser estrujante: al terminar la tanda de los
cinco primeros tiros obligatorios, ambos equipos habían acertado sólo dos, es
decir, tuvieron un porcentaje del 40% de efectividad, porca miseria. Revisemos ahora la nómina de los tiradores: por
Italia fueron Simone Zaza, Graziano Pellé y Leonardo Bonucci (quien antes había
metido el de la igualada durante el tiempo reglamentario); por Alemania vimos
errar a Bastian Schweinteiger (de nuevo la literatura se adelanta a la realidad
y en su cuento “La maldición de los penales”, de 2006, escrito con ocasión
justamente del mundial en Alemania, Marcial Fernández coloca a Bastian
enfrentando en la tanda de muerte súbita ni más ni menos que ante Oswaldo
Sánchez y con idéntico desenlace al que hemos presenciado durante esta jornada),
Thomas Müller (con la pólvora totalmente seca en este torneo) y Mesut Özil,
quien además ya había desperdiciado una oportunidad semejante ante Ucrania.
Curiosamente, del lado teutón dos jovencitos dieron muestra de ecuanimidad y
tal vez sí sean ellos los que no sintieron en sus hombros el peso de la
historia. Me refiero a Julian Draxler y a Kimmich.
¿Pero cuál es el peso de esa historia? Parecerá poco
menos que inusitado sin embargo es cierto (y el resultado de hoy sólo le pone
numero a la casilla de los germanos): existe un equipo que jamás había
sucumbido ante Alemania y tenía (de hecho lo sigue teniendo) un récord bastante
favorable, y se trata de la squadra
azzurra. Esto hace más entendible la presencia de esos fantasmas que
rondaron entre los pies de los tiradores, haciéndolos vacilar en sus disparos.
Reminiscencia hubo sin duda, por principio de cuentas, del partido del siglo,
verificado en el Estadio Azteca en 1970; luego, la final de España 82 y la semifinal
de Alemania 2006. Históricamente pues, la némesis del futbol germano es el de
Italia y si bien hoy el resultado fue distinto, al menos los nuevos legionarios
romanos podrán decir que de todos sus enfrentamientos con los teutones éste, el
de su eliminación, fue sin duda el más deslucido y opaco.
Si ya frente al peso de su propia historia presenciamos
un partido de bajo nivel, la resolución por la vía de los once pasos le agregó
dramatismo, pero le quitó mérito. El pase a la siguiente ronda no queda signado
por el reconocimiento de haber hecho mejor las cosas, sino porque el
contrincante falló. Una especie de complejo de Eróstrato signa este suceso, una
letra escarlata queda grabada en el pecho del responsable. El villano de hoy no
será ninguno de los ilustres jugadores italianos que ya mencioné sino Matteo Darmian,
quien erró su tiro durante la ronda definitiva. En ello quizás tenga mucho que
ver un proceso de síntesis cognitiva y la mente sólo registre el momento
culminante de toda una situación. Ahora bien, dependiendo de los turnos, el
personaje que suele trascender en la memoria colectiva es el último tirador,
que en este caso fue el alemán Jonas Hector, pero en gran medida el lustre que
haya cobrado depende de su errático antecesor, pero cuando es éste el último
tirador el crédito por la infamia no se comparte. Aunque detestaba el futbol,
Borges sería un buen autor para ilustrar con uno de sus títulos dicho entorno,
pues si se realizara una antología de penalties fallados, a tan bizarra obra se
le podría adjudicar el borgiano título de "Historia universal de la
infamia".
Apostilla: y
ya que andamos con Borges, la circunstancia de cobrar un penal en cierto modo
está retratada en su cuento "El milagro secreto", si bien esa
detención del tiempo en la conciencia del personaje no la experimenta el ejecutado,
que en el caso del penalti sería el portero, sino el ejecutor, como lo retrata
con toda puntualidad Julio Llamazares en “La paradoja de Djúkic”, cuento cuyo
punto de partida es un hecho totalmente verídico: en la última jornada del
campeonato español de 1993-94, en el último minuto se marcó un penal a favor
del Deportivo La Coruña quien ganando se coronaría, y ante la imposibilidad de
que Bebeto lo tirara, recayó esa responsabilidad en Miroslav Djúkic, y bueno el
resultado es de todos sabido: los gallegos se quedaron con las manos vacías y
el Barça de Cruyff pudo engarzar cuatro
títulos consecutivos. Ignoro si Llamazares intencionalmente se habrá
apoyado en el relato borgiano, pero la recreación es muy similar: Jaromir
Hládik concibió, e incluso podemos decir que produjo, una obra de teatro dentro
de su conciencia en ese hueco en el tiempo que iba desde la detonación de los
fusiles alemanes hasta el momento de hacer blanco en su cuerpo. Djúkic en un
estado mental semejante repasó en segundos las décadas de existencia y los
momentos decisivos que lo condujeron a ese instante crítico. Suspensión (y
tensión) del tiempo que reproduce vívidamente eso que Einstein (y no sólo él) planteara
como la relatividad del tiempo. Pero sobre todo la experiencia se vuelve
hondamente sensible al plasmar cómo en esa situación crítica extrema, el
cobrador del penal se convierte en el ser más desamparado del mundo y esto creo
que en gran parte explica esa sensación de alivio que vimos en los futbolistas
alemanes e italianos luego de cumplir, fuera exitosa o infructuosamente, su
cita con el inexorable destino.
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