lunes, 22 de junio de 2009

El perro del hortelano


El giro que ha dado la polémica entre Sicilia y Escalante (inesperado después de la última intervención del primero), con la patética diatriba excomulgatoria de Luis Vicente de Aguinaga, me obliga a replantear mi postura por razones de índole esencialmente éticas, dado que el susodicho poeta (miembro del jurado inquisitorial, y por ende devenido en auténtico perro de la fe), entre sus herramientas para exhibir a quien puso en duda su probidad, gandallamente utilizó correos electrónicos intercambiados con Julián Herbert, y meditando en que lo mismo podría suceder con los argumentos vertidos en este blog, lamento tener que reconsiderarlos a fin de evitar que lo meramente literario (poético, si se tiene algo de fortuna), que debería dirimirse conforme a una ecuanimidad indispensable, no se convierta en disputa pandilleril y callejera.

Las controversias literarias en nuestro país tienen antecedentes que se remontan hasta antes de su constitución como nación independiente, como la que Isabel Terán Elizondo documenta en Orígenes de la crítica literaria en México (El Colegio de Michoacán/Universidad Autónoma de Zacatecas, 2001) desatada en 1789 (año de la toma de la Bastilla) entre José Antonio de Alzate y Francisco Bruno de Larrañaga, hasta la que Guillermo Sheridan analiza en México en 1932 (Fondo de Cultura Económica, 1994), pasando por las que Luis Mario Schneider recoge en su libro Ruptura y continuidad (Fondo de Cultura Económica, 1975), título que permite establecer que, a grandes rasgos, dentro de tales confrontaciones se debatían dos proyectos de escritura literaria, la eterna disputa entre tradición y modernidad, si bien el asunto de la polémica de 1925 iniciada por Julio Jiménez Rueda y Francisco Monterde (y que permitió el despegue no sólo nacional sino a nivel internacional de una novela como Los de abajo de Azuela, hasta ese momento prácticamente inadvertida), implicó tanto categorizaciones que iban de la oposición entre nacionalismo y cosmopolitismo, como otras de taxonomía sexual, esto es, la contraposición entre una "literatura viril" y un "afeminamiento" literario.

Con todo, cada una de estas controversias tuvo el mérito de operar como revulsivo en el medio literario nacional y fueron el fértil terreno a partir del cual se comprueba que la escritura programática, ésa que puso de relieve la vanguardia, en realidad se remonta hasta los inicios de todo ejercicio de crítica. De hecho tengo la leve sospecha de que en pocos lugares
se debate tan acerbamente como en México, aunque en el reciente boxeo de sombra efectuado por Javier Sicilia y Evodio Escalante el vedetismo reduce las posibilidades de establecer un saldo benéfico. En términos personales me tiene sin cuidado si Sicilia (cuando habló de tender puentes) le da la mano a Escalante, tal como antes de los ex abruptos de Aguinaga lo hacían anticipar: lo valioso hubiera sido centrarse en revisar nuestro actual concepto de originalidad poética, punto en el que ha dado al traste la actitud porril del ilustre miembro del jurado que entró al quite. Y es que, en última instancia, lo que Luis Vicente defiende no es el prestigio de un premio, sino un verticalismo (con olor priista) institucional en el que se rinda pleitesía al investido en turno con la corona de olivo y que nadie disienta de ello, pues de lo contrario se caería en una actitud que, por decir lo menos, pecaría de ser de mal gusto.

Así las cosas, en un rastreo de las aportaciones que en un principio se dieron de uno y otro bando, precisamente porque coincido con Sicilia en que es inevitable que un escritor no guarde ecos de otros autores que le antecedieron, resulta cuestionable entrar en un concurso con dicho precepto llevado como divisa, siendo que tal certamen promulga como requisito obligatorio el someter al jurado elegido (también ellos) una obra original. Si la muerte del autor es la que impera, de forma automática (y ética) se socava la idea que le da origen a los premios literarios. Pero bueno, además de ello, el poeta se intenta defender asegurando que era inútil señalar las partes que tomó prestadas (ya que las palabras de otro dicen mejor lo que uno quiere decir), porque descubrirlas era responsabilidad del lector, hecho que me hace pensar en una trivia para los miembros del jurado ("a ver, amigo, averigua a quién estoy citando/parafraseando/plagiando") de tal manera que pareciera que la obra en cuestión es valorada antes que por su dimensión estética por su efecto de acertijo. Pero el momento en que el autor ya no tiene para dónde hacerse es cuando se refugia en el inestimable veredicto de sus electores, lo cual guarda un parentesco con los tiempos de evidente degradación de las instituciones políticas y sociales, con el yo gané "haiga sido como haiga sido". Claro que esto remite a otras esferas del acontecer público, pero una cosa es reflejo de la otra. Meter estímulos, premios en los que el monto sea considerable es la forma más fácil de corromper su otorgamiento y ni siquiera el ámbito académico se salva de esta naufragio (Pride, SNI, por mencionar un par de ellos, son caras de la misma moneda).

Lo que se ve no se juzga, y la premiatitis ha derivado en la frivolidad de manejarse como un parangón de los certámenes de belleza, pues esa implicación de revestir al ganador con la imagen de ser el mejor poeta del país equivaldría, entre las damiselas de la nación, a ser la señorita México del año. Si se mira pues con cuidado, el mérito de ganar el Aguascalientes de poesía es estrictamente monetario. Pasemos por alto las obras que galardonadas con este premio que no son un referente de la creación poética nacional y aterricemos, por ejemplo, en No me preguntes cómo pasa el tiempo (Aguascalientes 1969), que sería la única obra premiada significativa dentro de la bibliografía personal de su autor, el actualmente homenajeado José Emilio Pacheco, como dentro de nuestra tradición poética. De los otros poetas vivos importantes, Ojo de jaguar o Cuadernos contra el ángel representan más (en términos de impacto en el medio de nuestras letras y de ser obras que operan como imán para los lectores) para Efraín Bartolomé que Música solar (Aguascalientes 1984); Francisco Hernández tiene en De cómo Robert Schumann fue vencido por los demonios y Cuaderno de Borneo obras capitales por encima de Mar de fondo
(Aguascalientes 1982), y en el caso de Coral Bracho, El ser que va a morir (Aguascalientes 1981) fue un libro en el que se galardonó su más importante obra de tiempo antes, Peces de piel fugaz (por lo demás es fácil demostrar que la supuesta consagración del Aguascalientes de poesía no es más que un mito si, anticipándome a la lectura que sin duda haré de Tríptico del desierto, a pesar de ello, me temo que seguiré pensando que La presencia desierta es el mejor libro de Javier Sicilia). Aparte de todo esto también es factible constatar que una excelente trayectoria poética se puede cimentar sin tener este premio dentro del curriculum, como ha acontecido con muchos autores de renombre internacional, entre los cuales puedo citar el caso de Marco Antonio Campos.

Por eso no puedo menos que sentir pena ajena al ver que el estrecho criterio de Aguinaga no le alcanzó más que para lanzar piedras a la ventana, cuando del modo más contradictorio que pueda haber se agencia la canonjía de pedir explicaciones no sólo al crítico en cuestión, sino también al suplemento que ha desempeñado un brillante papel como palestra de este debate (y referente obligado ya de nuestra actual historia literaria) y del periódico Milenio, que le da cabida. En una de ésas, su ilustrísima, también tendría derecho en solicitar la exculpación del inventor del periodismo, así como de quienes seguimos con atención los avatares de esta confrontación dado que, en consonancia con lo que hace casi un año preconizaba Geney Beltrán, hace falta un comité inquisitivo que ausculte todo aquello que llega al público lector. Y desde luego, dicho comité estaría constituido por personajes de esta naturaleza, próceres de pontífice investidura a quienes la patria nunca acabará de agradecerles su misión, aunque caigan en contradicción, como decía, porque dentro de su categoría de infalible lector/dictaminador, Aguinaga por su parte declara abiertamente que él no tiene que dar explicaciones al sentir "más afecto por Javier Sicilia desde que comenzó este alboroto, y esto no me parece que haga falta explicarlo ni justificarlo ante nadie" (p
idiéndole pues, perdón a estos nobles animales, habría que decir que Aguinaga se comporta como el perro del hortelano, ya que censura que se debata sobre el otorgamiento de lauros poéticos en México, pero a su vez no está dispuesto a que se someta a crítica su proceder).

Moraleja: según esto la enseñanza que queda, en abono de tan sincera confesión, es que este tipo de polémicas se deberían desatar más seguido, para que cada quien descubra y ahonde en sus afectos insospechados.

2 comentarios:

Luis Vicente de Aguinaga dijo...

¿Qué tal, Jesús?

Además de saludarte, quiero decirte que no creo haberme aprovechado malamente de la correspondencia electrónica entre Julián Herbert y Evodio Escalante. Si acaso releyeras mi carta verías que sólo traigo a cuento esos mensajes para reforzar lo que intento subrayar en los artículos que fue publicando Evodio en 'Laberinto'. Dicho de otro modo, echo mano de los mensajes electrónicos para confirmar cosas que me parece percibir en los artículos, de la misma forma que un biógrafo puede valerse de la correspondencia de cualquier escritor para confirmar intuiciones, rumores o datos que circulen sobre su persona (o para desmentirlos). En todo caso, no se trató nunca de mensajes privados, como lo prueba el hecho de que yo mismo los recibí junto con otro medio centenar -por lo menos- de destinatarios. Es obvio que Julián y Evodio sostuvieron esa conversación por e-mail con perfecta conciencia de ser leídos por un público numeroso. Desde un principio esos mensajes eran parte de una cadena que incluyó muchos otros, y ni Evodio ni Julián me han reprochado que citara partes (muy breves, además) de sus contenidos.

En cuanto a la diatriba, la inquisición, la excomulgación y otras operaciones que me atribuyes, creo que todo se deriva de un punto muy concreto de mi carta: el primer párrafo, donde le pido a José Luis Martínez S. una exculpación. Y no veo cuál sea el problema. Yo no estoy esperando que me pidan perdón; lo único que pido es que me sean retiradas las acusaciones gratuitas, improvisadas y absurdas del crítico Escalante, que habla seguramente de oídas y me acusa de haber favorecido a Javier Sicilia por ser mi amigo, y de haberlo hecho además en complicidad con María Baranda y Francisco Hernández, quienes teóricamente son también mis amigos. Y es mentira. Es una falsedad y una calumnia. ¿Qué tiene de malo pedirle a un medio supuestamente serio que me descargue de tales acusaciones? ¿Está bien que 'Milenio' le sirva de trampolín a un difamador con el pretexto de fomentar la polémica? ¿No es posible discutir sin mentir? Si yo soy amigo ahora de Javier Sicilia es a raíz de todo este asunto, comenzando por la conmoción y el placer que para mí supuso leer su libro entre los concursantes del Aguascalientes (para descubrir más tarde, cuando fue abierta el sobre, que lo había escrito él). Sigo sin ver qué haya de malo en hacerme amigo de un poeta en condiciones como éstas.

En cuanto a decirme perro, te lo agradezco. Me gustan mucho los perros.

A tus órdenes,

Luis Vicente de Aguinaga.

Jesús Gómez Morán dijo...

Qué tal Luis Vicente:

Te quiero responder con un poco de morosidad, por lo que publicaré tu comentario en mi blog y posteriormente dar mi punto de vista. Saludos.