lunes, 22 de septiembre de 2014

EL DOMINIO MARAVILLOSO: 100 AÑOS DE LA MUERTE DE FOURNIER...



"La máquina no explica todo: es un pretexto que se da el espíritu para pasar de una concepción a otra: de la concepción de un mundo donde se puede volar a aquella de un mundo en donde se vuela" El gran Meaulnes

Los libros son como el destino: tarde o temprano siempre nos alcanzan. Por ejemplo, más temprano que tarde (quizás porque fueron sesiones a mediodía) 80 años después de haber sido publicado El gran Meaulnes, el maestro Eliseo Diego ofreció una serie de charlas a los estudiantes de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, de octubre a noviembre de 1993. Y entre las recomendaciones bibliográficas que brotaron de sus labios salió este libro, junto con el humo de su pipa y estando atento a la puntualidad de su reloj de ferrocarrilero ruso: en una palabra, amar las cosas que conocen lo nuestro como dice Jorge Teillier que dice Rainer Maria Rilke. Y así enumerando nombres traídos a cuento por un fino hilo conductor, llegamos a Alain Fournier, el autor del libro en cuestión y cuya vida misma parece extraída de uno de sus relatos.

22 de septiembre de 1914: sí, hace justo cien años, este teniente del ejército francés, al frente de la compañía número 23 destacada a 25 kilómetros al sureste de Verdún (obviamente antes del infinito atrincheramiento que habría de prolongarse por años en ese frente de batalla) sucumbió abatido por las balas alemanas (dicen las malas lenguas que mientras efectuaba un ataque a una ambulancia de los teutones). Su cadáver fue descubierto en una fosa común en 1991. Como oración dejo este poema de Charles Péguy, también caído en combate 17 días antes que Fournier:


Dichosos los que han muerto por la tierra carnal,
con tal que ello haya sido en una justa guerra.
Dichosos los que han muerto por su trozo de tierra,
dichosos los que han muerto de una muerte triunfal.
Dichoso los que han muerto en batallas campales,
tendidos en la tierra, de cara contra el cielo.
Dichosos los que han muerto en un excelso anhelo
 entre toda la pompa de grandes funerales.
Dichosos los que han muerto por ciudades carnales,
 pues ellas son el cuerpo de la ciudad de Dios.
Dichosos los que han muerto por su hogar

y por los  pobres honores de las causas paternales,
 pues ellas son la imagen y son el primer lazo,
 y ensayo  y cuerpo de la divina mansión.
 
Dichosos los que han muerto en ese estrecho abrazo,
 ese abrazo de honor y humana confesión,
 pues esta confesión de honor es la inicial
 y el ensayo primero de eterna confesión.
 Dichosos los que han muerto en esta destrucción,
 cumpliendo de ese modo su voto terrenal,
 pues este voto de la tierra es la inicial
 y el ensayo primero de una fidelidad.
 
Dichosos los que han muerto en forma tan triunfal

y con tanta obediencia y con tanta humildad. 
Dichosos los que han muerto, pues fueron reintegrados
 a la primera arcilla y a la primera tierra.
 
Dichosos los que han muerto en una justa guerra,
 dichosas las espigas y los trigos segados.
Pero desde luego no fue por esta anécdota casi diría que pintoresca, que Eliseo Diego trajo a cuento a Fournier, sino porque en su única novela fue capaz de retratar la atmósfera encantada de una ignota casa en medio de un bosque maravilloso, un auténtico dominio perdido (diría Jorge Teillier) entre la floresta. Si ya J.M. Barrie nos había imaginado un país donde los niños se niegan a crecer, Fournier lo complementa con un entorno donde los personajes se comportan como eternos adolescentes. En este momento no tiene caso entrar en una árida controversia en cuanto al síndrome de Peter Pan (a estas alturas para mí ya no es una coincidencia que uno de los niños en quienes se inspiró Barrie para la saga del País de Nunca Jamás, muriera también en combate durante la primera guerra mundial) y mantenerse toda la vida con actitudes infantiles. La cuestión de fondo me parece que es un poco más profunda: si de repente nos damos cuenta de que al madurar hemos perdido algo, entonces creo que ya nos estamos sintonizando. En la vida de Fournier hay otra anécdota significativa que no podía sino reproducirse en su novela. En 1905 conoció a la mujer que dejaría una honda huella en su alma: ocho años después, como auténtico Dante con su Beatriz, volvió a verla casada con otro y con hijos, pero no por eso dejó de inmortalizarla con el nombre de Yvonne de Galais, la dama de Agustín Meaulnes.

Así pues, si al llevar como un hilo conductor de lectura termino hablando del Rilke de Poemas de los lares, del Teillier de Nostalgia de la tierra, de La sed de lo perdido de Eliseo Diego o de Barrie y de Fournier, sólo estamos frente a manifestaciones en diversas plumas de un mismo espíritu. Un fantasma surgido de la guerra de trincheras parece erguirse este día y, recuperando ese edénico dominio maravilloso que se perdió, se pone a cantar en un día al final del verano:

"En la góndola" (del libro Miracles)

En la góndola
una sombrilla
de satén.

De tonalidad roja
un agua oscila
esa mañana.

Bajo la tibia sombra
se dibuja un reflejo
de color esmeralda.

Y de los frescos prados
y de los bosques
apenas se percibe
el hálito.

Un ardiente mediodía estival,
una corriente clara, una torre,
te impide soñar, Isabelle,
con el sol y la libertad. 

Alain Fournier
 

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