sábado, 9 de enero de 2010

A cien años de poesía mexicana: el panorama


A Drusila, fiel lectora de estas entradas chapuceras


Para retomar este espacio de intercambio de ideas (y calentar un poco el gélido ambiente con el que inició este año) quiero cerrar el círculo abierto por el comentario acerca del estado de nuestra república de la poesía. Es lamentable empezar con una especificación de sentido, una aclaración de la declaración de dos entradas anteriores: si afirmé categóricamente la ausencia de figuras y libros relevantes de poesía en la actualidad no quería decir que no exista en efecto por ahí agazapado en el tráfago de los reconocimientos hechizos a la medida del convocante, de las becas a recomendados y de las revistas convertidas en cotos de poder literario y cultural, algún joven escriba que se mantenga dentro de un comercio puro y directo con la Diosa de la Montaña. El problema entre él (o ella) y el receptor que pondere sus virtudes líricas radica en lo que señalé en su momento: la banalización y torcimiento de las estructuras de enunciación poética en nuestro país impiden la difusión de obras realmente valiosas. El resultado de esta ecuación es la vacuidad y la aridez de un panorama dentro de la poesía mexicana que, luego de una brillante trayectoria consolidada durante finales del siglo XIX y hasta hace unos veinticinco años, haría esperar (y desear) la presencia incuestionable de voces con auténtica valía. Y eso es precisamente de lo que carecemos. Dado que he hecho alusión a este periodo histórico, la comparación me ayudará a perfilar más en claro el punto que trato de poner sobre la mesa.


Terminando la primera década del siglo XXI, no encuentro en la reciente bibliografía poética mexicana obras que emulen, ni siquiera lejanamente, a libros que son el cimiento de un prestigio que traspuso nuestras fronteras en su momento, libros como Lascas (1901) de Díaz Mirón, como Poemas rústicos (1902) de Manuel José Othón, la segunda edición (corregida y aumentada) de El Florilegio (1904) de José Juan Tablada, Puestas de sol (1910) de Luis G. Urbina, Maquetas y Megalomanías (1908) de Francisco González de León, El éxodo y las flores del camino (1902) y Jardines interiores (1905) de Amado Nervo, Silenter (1909) y Los senderos ocultos (1911) con el famoso soneto de "Tuércele el cuello al cisne", de Enrique González Martínez, obras todas ellas que no sólo constituyeron el punto culminante de toda una propuesta, de un estilo que marcó toda una época, sino que conforman el peldaño sobre el que se sostiene el proceso de plumas cimeras como la de López Velarde, las generaciones de Contemporáneos, de los estridentistas, Taller, Tierra Nueva y hasta la de la así denominada, generación de Medio Siglo.


En conclusión, me mantengo en lo dicho: el estro poético nacional vive a plenitud su periodo de vacas flacas.


1 comentario:

Drusila dijo...

Muchas gracias, Maestro!